¿Quién dijo que para adelgazar basta con comer menos? Si fuera así de sencillo, nadie tendría problemas con la ansiedad, los atracones inesperados o ese deseo insaciable de dulce después de cenar.
El problema es que al cerebro no le gustan las restricciones. Cuando percibe que estás intentando recortar calorías, activa una serie de mecanismos —totalmente naturales— para empujarte a comer más.
Está programado para sobrevivir, no para ayudarte a perder peso. Por eso dejé de buscar la dieta perfecta y empecé a concentrarme en engañar al cerebro sin verlo como un enemigo. Pequeños gestos diarios, algunos casi divertidos, que realmente me ayudaron a comer menos sin esfuerzo. Y sí, funcionan.
Todas las noches, después de cenar, tenía la costumbre de levantarme a buscar “algo rico”. Hasta que probé algo muy simple: me lavo los dientes justo después de comer. Parece una tontería, pero funciona. El sabor del dentífrico hace que cualquier tentempié pierda su atractivo. Además, marca mentalmente que el momento de comer ha terminado.
Otro truco que me cambió fue comer con la mano no dominante. Sí, así como suena: si eres diestra, prueba a usar la izquierda. Te sentirás torpe, lenta… y ese es justamente el objetivo. Comerás más despacio, y eso le da tiempo al cerebro para registrar que estás saciada. Después de una semana, comencé a comer porciones más pequeñas, pero con la misma satisfacción.
También reemplacé los platos grandes por platos pequeños y de colores vivos, como el rojo o el azul. Puede parecer un detalle menor, pero la percepción visual de la comida influye mucho. Los platos pequeños hacen que la ración parezca más abundante, y los colores intensos —según varios estudios— reducen el atractivo visual de la comida. Es una forma silenciosa pero eficaz de comer menos… sin darte cuenta.
Adopté además un hábito que ahora repito en el desayuno o antes del almuerzo: tomar una bebida caliente. Basta una taza de té o un caldo vegetal. Los líquidos calientes activan los receptores de saciedad y envían una primera señal al cerebro: “algo está llegando”. Así, cuando empiezo a comer, tengo menos hambre y me lleno antes.
Y por último, el clásico de los clásicos: masticar lentamente. No solo porque ayuda a la digestión, sino porque es la única manera de darle al cerebro esos 20 minutos que necesita para registrar la saciedad. Si comes deprisa, te sentirás llena cuando ya sea demasiado tarde.
No son normas estrictas ni sacrificios. Son estrategias psicológicas simples que hacen más fácil comer menos sin frustrarte. Cuando el cerebro se siente tranquilo, no necesita sabotearte. Y tú no necesitas una dieta imposible.
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