Pasta cacio e pere: tonnarelli con peras al horno, gorgonzola y pecorino en una crema sin nata. Consejos prácticos, maridajes y técnica para una cena especial.
La escena es sencilla: un martes cualquiera, dos peras madurando en el frutero y la intuición de que la cena puede ser otra cosa. El horno se calienta, la tabla de cortar espera y, de pronto, esa fruta que solemos imaginar en postres encuentra su sitio en un plato salado. No hay trucos raros: solo calidez, paciencia y una olla grande para cocer pasta.
El clásico italiano lo susurra desde hace siglos: “el queso y la pera se entienden”. Aquí ese guiño se traduce en una salsa donde el dulzor de la pera horneada se encuentra con la intensidad del gorgonzola y la salinidad del pecorino. Mientras los tonnarelli —o unos espaguetis gruesos— se cuecen, las peras, peladas y en gajos, van al horno con un hilo de aceite y pimienta negra. Doce o quince minutos a 200 °C bastan para que se vuelvan tiernas y ligeramente caramelizadas.
La clave está en el agua de cocción: ese almidón natural actúa como emulsionante y evita que el queso se separe. Fuera del fuego, el gorgonzola se funde con un poco de esa agua caliente; el pecorino entra después para dar estructura, y al final, la pera, en trozos, se integra sin perder del todo su textura. No hace falta nata: la cremosidad llega sola si no hay prisas.
Para las peras: conferencia o bartlett, maduras pero firmes. Si ya están muy dulces, el horno equilibra. Un toque de sal finísima realza el sabor. En cuanto al queso: gorgonzola dolce para un perfil más amable; piccante si buscas nervio. Pecorino romano curado, rallado fino.
Como referencia, por persona: 60–70 g de gorgonzola y 15–20 g de pecorino. La técnica implica mezclar el queso fuera del fuego con 2–3 cucharadas del agua de la pasta y añadir más según necesites hasta lograr una crema sedosa. La textura se beneficia de unas nueces tostadas o avellanas picadas que suman crujiente; una pizca de pimienta recién molida al final despierta todo. Como alternativas, sin tonnarelli, bucatini o tagliatelle funcionan bien. Si no encuentras gorgonzola, un azul local suave es una buena opción. Y siempre, sin sobrecocer la pasta.
Platos tibios, por favor: la salsa se mantiene brillante. Un hilo de buen aceite al final y, si te apetece, un susurro de ralladura de limón para levantar aromas. En la copa, un blanco seco con nervio —Gavi, Verdicchio, Godello— o una sidra asturiana seca que dialogue con la fruta. También una Saison ligera, si prefieres cerveza.
Al terminar, queda la sensación de algo familiar y, a la vez, nuevo: la fruta del frutero, el queso de siempre, una olla de pasta. Y esa calma de las cosas bien hechas, que no necesitan grandes discursos para quedarse en la memoria.
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