Cuando se empieza una dieta, muchas veces la fruta se convierte en la aliada perfecta: fresca, colorida, llena de vitaminas y fibra. Pero ¿es posible que un alimento tan saludable pueda convertirse en un freno para adelgazar?

La respuesta es sí, sobre todo si se pierde de vista algo fundamental: la fruta también contiene azúcares. Naturales, claro, pero siguen siendo azúcares. El problema no es la fruta en sí, sino la cantidad y el momento en que se consume. En algunos casos, quienes no logran bajar de peso a pesar de seguir una alimentación correcta, consumen sin darse cuenta 3 o 4 porciones generosas al día, además de otros azúcares provenientes de yogures, bebidas vegetales o barritas.
Esto no significa que haya que eliminar la fruta. Al contrario. Pero conviene saber qué tipos elegir, cómo combinarlos y cuánto consumir, para evitar que un exceso —incluso de algo saludable— termine por ralentizar la pérdida de peso o provocar picos de glucemia.
Fructosa, insulina y acumulación: el lado menos conocido de la fruta
El principal azúcar presente en la fruta es la fructosa, que tiene un impacto glucémico menor que la glucosa, pero si se consume en exceso puede sobrecargar el hígado y favorecer su transformación en grasa (proceso conocido como lipogénesis). Algunas frutas, como el plátano muy maduro, las uvas, los higos, el mango o los dátiles, contienen cantidades elevadas de azúcares, y si se comen varias veces al día —quizás como tentempié o postre— pueden estimular en exceso la insulina, bloqueando la lipólisis, es decir, la quema de grasas.

Un estudio publicado en The Journal of Clinical Investigation mostró que un consumo crónico de fructosa puede aumentar la acumulación de grasa visceral, especialmente en personas con predisposición genética o síndrome metabólico. Esto no significa que la fruta engorde, sino que no es neutra y debe gestionarse con conciencia.
Además de la cantidad, importa el contexto. Comer fruta con el estómago vacío o como único tentempié puede provocar picos de azúcar seguidos de bajones rápidos, lo que lleva a una sensación de hambre poco después. Es mejor consumirla al final de una comida, sobre todo si se acompaña de proteínas y grasas saludables que ralentizan la absorción de los azúcares.
Otro aspecto poco conocido es el efecto de algunas frutas sobre el intestino. Quienes sufren de hinchazón, fermentación o estreñimiento pueden notar un empeoramiento si consumen demasiada fruta acuosa o rica en fibra insoluble, como manzanas crudas, peras o ciruelas.
La clave, entonces, es personalizar. Las personas con metabolismo lento o resistencia a la insulina pueden beneficiarse de 1-2 porciones diarias, preferiblemente de frutas con bajo contenido de azúcar como frutos rojos, kiwi, cítricos, melón o papaya. Conviene evitar los zumos, que eliminan la fibra, y los batidos demasiado ricos, que pueden convertirse en verdaderas bombas de azúcar disfrazadas de “desayuno light”.
Fruta sí, pero con conciencia. Porque incluso en una dieta, lo muy bueno, si es demasiado, puede volverse un problema.