Ocurre de repente. Te miras al espejo y algo parece distinto: la piel está más apagada, las ojeras más marcadas, el pelo se cae con facilidad y la ropa aprieta, aunque no hayas cambiado nada en tu dieta.

Empiezas a pensar que es culpa de la edad, del cansancio o quizá de un desequilibrio hormonal difícil de identificar. ¿Y si en realidad todo tuviera que ver con una hormona silenciosa? Se llama cortisol, y no es tu enemigo. De hecho, es esencial para responder al estrés o a una emergencia. Pero cuando se mantiene alto durante demasiado tiempo, empieza a dejar huellas visibles.
El exceso crónico de cortisol no siempre se manifiesta con ansiedad o palpitaciones. A veces se refleja en la cara, la piel, la forma del cuerpo, y no te das cuenta. O peor, crees que es normal. Pero en realidad, tu cuerpo te está hablando.
Cuando el estrés te cambia (y no sabes que es culpa del cortisol)
Uno de los primeros signos es la piel. El exceso de cortisol reduce la producción de colágeno, dejando la piel más fina, menos firme y más marcada por líneas finas. Pueden aparecer arrugas prematuras, sequedad o sensibilidad repentina, como si la piel envejeciera más deprisa. También es común que surjan granitos, rojeces o textura irregular, incluso en personas que nunca han tenido problemas cutáneos.

El cabello también da señales: el estrés prolongado altera su ciclo natural de crecimiento, lo que provoca caída o debilitamiento sin causa evidente. Las uñas pueden volverse frágiles, quebradizas, e incluso pueden aparecer moretones espontáneos, provocados por la fragilidad de los capilares.
Y luego está la hinchazón. El cortisol afecta el metabolismo y la forma en que se distribuye la grasa corporal. Puede favorecer la acumulación en la zona abdominal, incluso si llevas una dieta saludable. El rostro puede verse más redondeado, el vientre siempre tenso, como si nunca acabara de desinflamarse. A esto se suman sudoración frecuente, estrías repentinas y ojeras marcadas: señales que se asocian al cansancio, pero que en realidad son síntomas de un sistema en alerta constante.
¿Lo más engañoso? Estos cambios no aparecen de golpe. Se instalan poco a poco, hasta que un día te miras al espejo y piensas: “Me siento distinta, pero no sé por qué”.
Reducir el cortisol no significa eliminar el estrés por completo, sino enseñar al cuerpo a gestionarlo mejor. Una de las herramientas más efectivas, avaladas por estudios sobre el sistema nervioso autónomo, son los ejercicios somáticos.
Son movimientos lentos, conscientes, profundos, combinados con respiración rítmica, que actúan directamente sobre el nervio vago y el sistema parasimpático. En la práctica, ayudan al cuerpo a salir del estado de alerta, volviendo a una sensación de seguridad y calma. Con el tiempo, esto se traduce en menor cortisol, mejor digestión, mejor sueño, menor inflamación… y una mejora visible en el cuerpo y la piel.
Combinado con una alimentación equilibrada, ritmos más regulares y un buen descanso, este tipo de prácticas puede marcar una gran diferencia. Y quizá un día, te mires al espejo y vuelvas a reconocerte.
Pero lo más importante: te sentirás mejor por dentro, y eso se notará también por fuera.